La Oficina de la Esperanza
19/09/2013 – 08:19 a.m.
Llego temprano la señora a la oficina de la
esperanza. Saludó a la secretaria y sin darle pistas de su diligencia, se sentó
en el sofá de espera para el indefinido paso del tiempo. La joven secretaria levanto
la mirada y arqueándole las cejas le hizo la mecánica pregunta: en que le puedo
ayudar, le dijo, mientras la evaluaba de pies a cabeza. La señora acorralada, en
una equina del elegante mueble, negó temerosamente mostrando su maltrecha
dentadura bajo la fachada de una sonrisa. La joven secretaria entendió la
situación, otra pedigüeña más, pensó, así que siguió con su trabajo pero con la
incomodidad de la pequeña mancha en la vestimenta blanca.
Y es así como de seguro se sentía la señora. Como
una pequeña mancha en medio de tan elegante oficina. Maduraba la mañana y las
visitas entraban y salían del buró: jóvenes elegantes y alegres; adultos de
frente altiva y soberbia, todos en busca del “hombre”, unos menos privilegiados
que otros, pero todos con el único fin de conseguir una entrevista o al menos
concertar una incierta pero consoladora cita. La señora percibía el talento de
la asistente del “hombre”. Esta se desembarazaba de cada una de las visitas
insustanciales con fríos pero muy educados modales. Los favorecidos contaban
con la mejor de las sonrisas de la asistente, pasaban directamente a la antesala
de la oficina principal donde los esperaba un cafecito o la bebida de su
preferencia. Para la astuta secretaria la manchita en el sofá debía de
desvanecerse a medida que avanzara el tiempo, la impaciencia seguro se
encargaría de ella.
Medio día ya y la señora siempre acurrucada en el
sofá. No sabía qué hacer, estaba inmovilizada. El “hombre” le había dicho muy
claro, en plena campaña electoral, que cuando tuviera algún problema lo visitara,
que era amigo del pueblo, de los más necesitados. Los empleados saliendo a
almorzar y ella pálida, con la boca reseca, cada vez que se abría la puerta de
la oficina principal su estómago le hacía fiesta, brincando de los nervios de
arriba abajo. Aferrando una carpeta a su pecho pensaba en lo convincente de los
documentos que cargaba. Notificación de desalojo, epicrisis, recetas médicas, ultimátum de deudas,
Dios santo, todas sus desgracias acerbamente resumidas en una carta, un sucio y
arrugado papel lleno de garabatos incongruentes.
Toda la vida había pasado penurias y carencias
pero nunca había extendido la mano para pedir.
Bajo el hipnótico palmeo de tortillas había alimentado hijos y ahora
nietos pero nunca, nunca había inclinado la cabeza para pedir una sola moneda.
Pero ahora, la edad y los descuidos no le permitían a sus manos, darle la forma
redonda y aplanada a una masa pálida de maíz. Sus huesos la atormentaban, los
dolores de espalda, las varicosas piernas, la nube en el ojo, la migraña
implacable y Jesús mío, el azúcar, ese químico anárquico que le sulfuraba el
cuerpo. Aterrada y temblorosa fijaba la mirada hacia la nada, sentía desmayar,
las piernas no le respondían, salir a prisa, en el descuido de las miradas, era
la opción pero su diabético y avejentado cuerpo se lo impedía. Ahora ya estás
aquí, se decía, seguí esperando, la lastima debe ser mi aliada.
Las tres de la tarde, faltan dos horas para el
final de la jornada. La señora quieta, impávida. El aroma del café, la taza le
quemaba las manos, no supo quién se la dio, o si fue ella quien la pidió. Por
un lapso de tiempo se distancio de su cuerpo, hacia la imperturbable nada. En un
abrir y cerrar de ojos divago por los desaciertos de su vida; por los errores
cometidos; por las oportunidades desaprovechadas; pero no recordaba ningún
momento indigno como el que ahora pasaba. Las cinco de la tarde. La secretaria,
maquillaje y perfume, emprendía la retirada sintiendo una transitoria pena por
la señora. Un guiño de ojo al guarda de seguridad y este en tres segundos ya le
tocaba delicadamente el hombro a la anciana, diciéndole que era hora de cerrar
la oficina.
Ya en la calle, vio al “hombre” que venía
saliendo, con la prisa del importante y el sequito que lo certificaba. Acaso no
fue en vano la espera, habrá pensado la señora, se volvió a su encuentro y el
“hombre” la advirtió regalándole una amable sonrisa, de esas que tiene bien
practicadas, las regala por montones, pensó el guarda que custodiaba a la
anciana. La señora de sonrisa desdentada se apartó para evitar la envestida, solo
vislumbro la estela de lo posible, de la solución a sus problemas, de un poco
de oxígeno para no desfallecer, para luego ver ese mismo rastro esfumarse en un
poderoso vehículo, que rechinaba las llantas en el pavimento con gran estilo,
alejándose de la elegante oficina, donde él desesperado incauto a veces
confunde, las verdaderas intenciones con las frívolas cortesías.
Managua, Nicaragua.
30 de Enero 2014 – 04:06 p.m.
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