sábado, 8 de febrero de 2014

La Oficina de la Esperanza


La Oficina de la Esperanza
19/09/2013 – 08:19 a.m.


 Llego temprano la señora a la oficina de la esperanza. Saludó a la secretaria y sin darle pistas de su diligencia, se sentó en el sofá de espera para el indefinido paso del tiempo. La joven secretaria levanto la mirada y arqueándole las cejas le hizo la mecánica pregunta: en que le puedo ayudar, le dijo, mientras la evaluaba de pies a cabeza. La señora acorralada, en una equina del elegante mueble, negó temerosamente mostrando su maltrecha dentadura bajo la fachada de una sonrisa. La joven secretaria entendió la situación, otra pedigüeña más, pensó, así que siguió con su trabajo pero con la incomodidad de la pequeña mancha en la vestimenta blanca.

Y es así como de seguro se sentía la señora. Como una pequeña mancha en medio de tan elegante oficina. Maduraba la mañana y las visitas entraban y salían del buró: jóvenes elegantes y alegres; adultos de frente altiva y soberbia, todos en busca del “hombre”, unos menos privilegiados que otros, pero todos con el único fin de conseguir una entrevista o al menos concertar una incierta pero consoladora cita. La señora percibía el talento de la asistente del “hombre”. Esta se desembarazaba de cada una de las visitas insustanciales con fríos pero muy educados modales. Los favorecidos contaban con la mejor de las sonrisas de la asistente, pasaban directamente a la antesala de la oficina principal donde los esperaba un cafecito o la bebida de su preferencia. Para la astuta secretaria la manchita en el sofá debía de desvanecerse a medida que avanzara el tiempo, la impaciencia seguro se encargaría de ella.

Medio día ya y la señora siempre acurrucada en el sofá. No sabía qué hacer, estaba inmovilizada. El “hombre” le había dicho muy claro, en plena campaña electoral, que cuando tuviera algún problema lo visitara, que era amigo del pueblo, de los más necesitados. Los empleados saliendo a almorzar y ella pálida, con la boca reseca, cada vez que se abría la puerta de la oficina principal su estómago le hacía fiesta, brincando de los nervios de arriba abajo. Aferrando una carpeta a su pecho pensaba en lo convincente de los documentos que cargaba. Notificación de desalojo, epicrisis, recetas médicas, ultimátum de deudas, Dios santo, todas sus desgracias acerbamente resumidas en una carta, un sucio y arrugado papel lleno de garabatos incongruentes.

Toda la vida había pasado penurias y carencias pero nunca había extendido la mano para pedir.  Bajo el hipnótico palmeo de tortillas había alimentado hijos y ahora nietos pero nunca, nunca había inclinado la cabeza para pedir una sola moneda. Pero ahora, la edad y los descuidos no le permitían a sus manos, darle la forma redonda y aplanada a una masa pálida de maíz. Sus huesos la atormentaban, los dolores de espalda, las varicosas piernas, la nube en el ojo, la migraña implacable y Jesús mío, el azúcar, ese químico anárquico que le sulfuraba el cuerpo. Aterrada y temblorosa fijaba la mirada hacia la nada, sentía desmayar, las piernas no le respondían, salir a prisa, en el descuido de las miradas, era la opción pero su diabético y avejentado cuerpo se lo impedía. Ahora ya estás aquí, se decía, seguí esperando, la lastima debe ser mi aliada.

Las tres de la tarde, faltan dos horas para el final de la jornada. La señora quieta, impávida. El aroma del café, la taza le quemaba las manos, no supo quién se la dio, o si fue ella quien la pidió. Por un lapso de tiempo se distancio de su cuerpo, hacia la imperturbable nada. En un abrir y cerrar de ojos divago por los desaciertos de su vida; por los errores cometidos; por las oportunidades desaprovechadas; pero no recordaba ningún momento indigno como el que ahora pasaba. Las cinco de la tarde. La secretaria, maquillaje y perfume, emprendía la retirada sintiendo una transitoria pena por la señora. Un guiño de ojo al guarda de seguridad y este en tres segundos ya le tocaba delicadamente el hombro a la anciana, diciéndole que era hora de cerrar la oficina.

Ya en la calle, vio al “hombre” que venía saliendo, con la prisa del importante y el sequito que lo certificaba. Acaso no fue en vano la espera, habrá pensado la señora, se volvió a su encuentro y el “hombre” la advirtió regalándole una amable sonrisa, de esas que tiene bien practicadas, las regala por montones, pensó el guarda que custodiaba a la anciana. La señora de sonrisa desdentada se apartó para evitar la envestida, solo vislumbro la estela de lo posible, de la solución a sus problemas, de un poco de oxígeno para no desfallecer, para luego ver ese mismo rastro esfumarse en un poderoso vehículo, que rechinaba las llantas en el pavimento con gran estilo, alejándose de la elegante oficina, donde él desesperado incauto a veces confunde, las verdaderas intenciones con las frívolas cortesías.

Managua, Nicaragua.
30 de Enero 2014 – 04:06 p.m.

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