sábado, 21 de septiembre de 2013

El Hogar de don Carmelo


El hogar de don Carmelo
18 de Julio de 2013, 04:35 p.m.



                Camino al trabajo, esta mañana, algo me llamo la atención porque no encajaba en lo acostumbrado del trayecto. Don Carmelo no estaba sentado en las piedras canteras, a las afueras de su casa, fumándose un cigarrito, en chinelas, camisola y short con hilachas en los ruedos. Sea cual fuese la hora del día, siempre lo verías ahí, bajo un palito de melocotón, con un pequeño radio de transistores cerca de su oído, fumando y platicando, con quien sea que  se le acercara. Creo que el solo entraba a la casa a: comer, dormir y completar el trabajo del sistema digestivo. Su tos perpetua, los cansados años o la irrisoria tranquilidad del jubilado, podrían ser agentes de tropiezo, para lo que según creo, era la menos peor parte de sus días. 

                La casa de don Carmelo es una de las típicas moradas de barrio pobre: madera semipodrida sobre agotadas bases de piedras canteras; techos de ripios en cofia de plástico negro y mucha basura (latas, cartones, plástico, vidrios, alambres de todo tipo, etc.…) bien acomodada a lo largo y ancho del cerco que vienen a reforzar las divisiones perimetrales con las demás casas. Es una mezcla de vivienda rural con casa urbana pero sin los animales de crianza de la primera, ni las verjas y paredes de la segunda. La humilde morada que don Carmelo adquirió como ayuda social en carácter de refugiado cuando un huracán acabo con su primer hogar y la misma que nunca pudo mejorar, por cuestiones de pobreza y también por desidia, era la misma que lo asfixiaba y lo empujaba a salir a la calle todas las mañanas para no perecer con el ímpetu ultrajado, al tratar inútilmente de imponer su valía ante la combinación de materiales y seres humanos a los que socialmente se le llama familia y a veces románticamente denominamos hogar.

                Y es que la familia de don Carmelo es sumamente desequilibrada. En ese minúsculo espacio de siete por diez metros, aproximadamente, en que se edificaba aquel indigno refugio, se daban albergue, según ellos por derecho propio: Un hijo alcohólico; dos hijas prostitutas y drogadictas, con sus respectivos hijos cada una y sus compañeros de vida iguales de viciosos; un hijo con retardo el que por peor de males inhalaba pegamento de zapato, y rondaba las calles de aquel peligroso barrio en calzoncillos llenos de hoyos; y una esposa híper neurótica al borde de la locura y con el más vivo deseo de que la muerte abrazara a don Carmelo lo más pronto posible, para vender la casa y terminar con tanta podredumbre.

                En cierta ocasión en que platicaba con don Carmelo nos sinceramos por completo. Dejando a un lado las bravuconadas de anciano machista, le hice la pregunta que muchos del barrio nos hacíamos: ¿Por qué no vende y se va con su esposa a un lugar calmo y deja de una vez en la intemperie a todas esas “Personas” insanas que tanto lo atormentan? No obtuve respuesta verbal, pero si la interprete en su mirada, en su semblante resignado pude percibir miedo. Pasados varios días después que le hice esa pregunta, me lo encontré en la calle, venia de cobrar el dinero del seguro social, me saludo y me dijo: “Vos queres que me maten”. De inmediato supe que era la respuesta de la pregunta de hace días.

                Por la noche cuando regresaba del trabajo, divise movimiento en la casa de don Carmelo, mucha gente, lagrimas, sollozos, “al fin descansara el pobre viejo”, me dijo una de sus vecinas. La familia recibía a la gente. Los hijos con caras tristes, los nietos asustadizos, y la mirada de desconcierto de la esposa, daban la impresión de auténtico abatimiento por la muerte del jefe de casa, “el que no los conoce que los compre”, me dijo otra vecina algo indignada. Alrededor de las diez de la noche me dispuse ir a la casa del viejo a decirle adiós, pero retrocedí al escuchar la contienda de la familia, dejando en el olvido el ataúd con el viejo adentro, por quien se iba a quedar con la humilde casa, que el gobierno le había entregado a don Carmelo en carácter de refugiado allá en sus años mozos en los que compartía la vida con la preciosa mujer que había elegido como esposa y a la espera de su primer hijo en el cual invertiría sudor y esfuerzo para sacarlo adelante por los senderos marañosos e inmisericordes de la triste y dura vida tercermundista.